Senglar routes Gavarres. Esencia salvaje

El jabalí es un mamífero omnívoro, de piel dura y gran capacidad de adaptación. Suele habitar en zonas de baja y media montaña, y se esconde en lo más profundo de los bosques. Su fuerza es incalculable, pero también su resistencia y su habilidad para trepar y descender riscos aparentemente imposibles. Así es exactamente cómo te sientes durante los 105 km de la Senglar Routes Gavarres, una travesía que desde el primer momento te deja bien claro qué clase de biker eres.

Senglar routes Gavarres. Esencia salvaje

El jabalí es un mamífero omnívoro, de piel dura y gran capacidad de adaptación. Suele habitar en zonas de baja y media montaña, y se esconde en lo más profundo de los bosques. Su fuerza es incalculable, pero también su resistencia y su habilidad para trepar y descender riscos aparentemente imposibles. Así es exactamente cómo te sientes durante los 105 km de la Senglar Routes Gavarres, una travesía que desde el primer momento te deja bien claro qué clase de biker eres.

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Hace pocas semanas nos llamaron de Senglar Routes para contarnos que ha nacido una nueva ruta de mountain bike que une la ciudad de Girona con las playas del Mediterráneo. Aunque puede que al leer en una misma frase las palabras clave “bicicleta”, “Girona” y “playa” la mente evoque a una ruta cicloturista llamada “Vía Verde del Carrilet”, la nueva propuesta de Senglar Routes nada tiene que ver con el antiguo trazado de un trenecillo de época.

La Senglar Routes Gavarres –“senglar” es jabalí en catalán– es una iniciativa radicalmente distinta, de fuerte carácter trialero, que enhebra un laberíntico recorrido a través del macizo de Les Gavarres, un pedazo de terreno arrugado y aparentemente impenetrable que separa la capital de la provincia gerundense de algunas de las más bellas playas de la Costa Brava.

“Si hay opción de senda, vamos por la senda”, sostiene Martí Agustí, uno de los responsables del recorrido. “Descubrir y conocer todas las sendas de estas montañas es mi pasión, mi enfermedad”,bromea. Nos lo cuenta tras recogernos en la paradisíaca playa de Castell –la única sin urbanizar de la Costa Brava–, donde concluye el exigente pero extasiante trazado de la travesía. Martí lleva años explorando estas montañas.

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De alguna manera, las lleva dentro, pero no sólo en la cabeza, donde ha memorizado cada rincón, cada paso, cada senda. Se nota que las lleva aún más dentro cuando habla de los nombres de los caminos que llegan a cada masía –buena parte de ellas están hoy abandonadas–, de las sendas semiperdidas, de los viejos hornos de cal, de vidrio, de las carboneras… Más hondo todavía suena su discurso cuando cita por su nombre de pila a algunos de los últimos habitantes de esta región cuyo perfil, sin ser muy alto, es especialmente accidentado y perdedor.

Ellos le han ayudado a recomponer sendas, reescribir la historia de cada camino y, de alguna manera, del día a día de generaciones enteras que vivieron en estas montañas. “Hay cientos, miles de sendas”, calcula Martí. No hace falta que lo jure. El que firma estas letras dio sus primeras pedaladas, allá por 1991, en sus intrincadas trialeras. Los caminos cambian. Las bicicletas, no digamos. Pero la esencia, el espíritu, permanece intacto.

Para nosotros, la aventura comenzaba el día antes, de buena mañana. Todos sabemos que el mountain bike es mucho más que bicicletas, amortiguadores y lycras. Nuestro deporte abarca un universo infinitamente más amplio. El mountain bike es, sin ir más lejos, abandonar una cama firme y confortable, envuelta de cálidos y esponjosos edredones, para poner rumbo al mundo exterior, lo desconocido, el frío, el calor, el ramazo, el sudor, lo imprevisible, la emoción, la sed, la fatiga, la satisfacción… Con este imparable tsumani mental empapando la almohada en forma de babas, es imposible no levantarse de un bote y salir disparado hacia el culotte, el casco y todo lo demás.

Dejamos el confort del Hotel Ciutat de Girona y nos encaminamos rebosantes de ilusión hacia el Centre Biker Girona, un espacio muy curioso en el que se encuentra el Km 0 de la Senglar Routes Gavarres. Allí nos esperan Juanjo Rodilla y Arnau Òdena, las otras dos terceras partes del equipo creador de la ruta.

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“¿Tan dura es la ruta?”“No, no, en realidad se puede hacer con una bici semi-rígida, y con vuestras bicis –Trek Fuel EX 8– iréis perfectamente”, nos tranquilizan.

Partimos por un bici-carril en dirección al centro de Girona, donde enfilamos la primera cuesta hacia el casco viejo, justo por donde hace dos mil años pasaba la Vía Augusta. Entre casas con varios siglos de historia, damos los primeros bufidos. Antes, sin embargo, paramos frente a la iglesia de Sant Feliu, donde una vieja tradición nos invita a trepar hasta lo alto de una columna para besar el culo a una leona petrificada.

Cumplidos los trámites que nos han de traer buenaventura y un feliz regreso a la ciudad, seguimos cuesta arriba, hacia la catedral –aquí mismo se erigió el templo romano de Gerunda–, callejeando por el legendario barrio judío y alcanzando enseguida la parte alta de las murallas.

De entrada, puede sorprender que la ruta se dirija hacia el centro con tal de salir de la ciudad, pero en el caso de Girona tiene completo sentido, pues el casco histórico da precisamente a la montaña. La tarde antes, Mercè, guía turística de la ciudad, entre muchas otras cosas nos explicó que Girona creció montaña abajo, hacia la otra orilla del río Onyar. Por eso, una vez superado el entramado de calles empedradas, los conventos y las viejas casernas y torres de vigilancia, nos encontramos rodando por los sinuosos senderos de la Montaña de la O.

El primer embate con el medio natural es un directo a la mandíbula –afortunadamente metafórico– pues las primeras trialeras son de órdago. Gancho de izquierdas, de derechas, raíces en una pronunciada rampa, nuevo gancho derrapando a izquierdas, curva abierta con rampa de listones peraltada… Desde el primer kilómetro, la Senglar Routes Gavarres lanza un aviso sobre su carácter. No es que sea difícil, pero quien quiera ir rápido en estas bajadas –y sepa– podrá disfrutar de buenos vuelos. Y quien prefiera ir más tranquilo –como nosotros– pues también disfrutará.

Las primeras rampas duras las encontramos poco más allá, al encarar la ascensión al castillo de Sant Miquel. En plena cuesta esquivamos regueros buscando la trazada más fácil, alcanzando a un biker que sube empujando una bici de descenso.

Desde la torre más alta del castillo oteamos el horizonte. El Canigó destaca, nevado, al norte; el Mediterráneo se muestra sobre el este… y entre medio, se despliega el macizo de Les Gavarres.

Al dejar el castillo encadenamos una retahíla de senderos palpitantes. Sinuosos, veloces, con unas aceleraciones acompasadas, salpicados de pequeños obstáculos que crujen como los sabrosos tropezones de la sopa casera de la abuela. Gruesas raíces que atan rocas desgastadas por el agua, cortados que obligan a echarse hacia atrás, estirando a veces más los brazos que las mangas… Las dificultades son bienvenidas. Llegan con suficiente separación entre unas y otras. Da tiempo de estudiarlas sobre la marcha, superarlas con el debido control, sintiéndote cada vez más competente sobre la bicicleta.

Desde lo alto de la torre hemos divisado también nuestro primer objetivo, un santuario situado sobre una de las cotas más altas del macizo. De jovenzuelo solía ir hasta allí por la carretera, pues nunca logré encontrar un camino ciclable alternativo. Para nuestra sorpresa y satisfacción, la ruta de hoy nos va a llevar hasta la cumbre de Els Àngels por un entramado de sendas. El track del GPS nos guía cuesta arriba y cuesta abajo, ganando desnivel y regalándonos dulces emociones por el interior de un laberinto salvaje, pedaleando y pilotando por estrechos senderos flanqueados por paredes vegetales. En vez de coronar cansados, coronamos felices.

En el santuario hoy hay un bar-restaurante en el que también venden cirios y recuerdos. La fuente, eso sí, ya no mana. Un tentempié rápido –bocatas de fuet y refrescos– y a seguir, que ahora toca bajar.

Subir, bajar, subir, bajar… La etapa resulta tan rompepiernas como rompecorazones. Cuando te enamoras de una senda que te lleva al borde de la palpitación, de repente, ésta muda y se transforma en una apasionante escalinata cubierta de hojarasca en la que siempre hay un pedrolo, del tamaño de un melón, que rueda de un lado a otro, puesto en movimiento por el biker que abre la comitiva. Es una de las evidentes ventajas de ir primero.

Encadenamos una trialera con otra, pisando algunos tramos de pistas, pero el tiempo justo para relajarnos un poco, comentar la jugada, echar un trago al bidón, que reclama un rellenado urgente –tras la ola glaciar, febrero nos regaló un caluroso avance del verano–, así que no desperdiciamos la oportunidad de aprovisionarnos al pasar por Sant Cebrià de Lledó.

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La ruta continúa por sendas que no aparecen en ningún mapa, lo que explica la sensación que hemos tenido buena parte del día: estamos en el corazón del bosque, sólo guiados por el track del GPS. Unas últimas rampas –el altímetro ya indica 1.300 metros de desnivel positivo acumulado– nos llevan hasta Can Genoer, una masía abandonada en mitad de la sierra. Un doloroso muro más allá, se alza el monumental madroño de Can Genoer, indicado junto al camino. A partir de aquí, nos desviamos hacia La Bisbal, donde pasaremos la noche.

Para llegar enfilamos un interminable descenso por un sendero no demasiado pronunciado, pero lleno de entretenidos tramos completamente ciclables, tanto de bajada como de subida –bueno, hay que cruzar dos arroyos que conviene pasar andando, a no ser que te apetezca nadar– y un breve pero relajante tramo de pista final, a orillas del río Daró, en el que uno puede valorar lo vivido en las últimas horas y debe empezar a pensar que la historia tiene segunda parte: mañana.

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 Ducha, estiramientos y cena: pasta fresca con salsa de tomate y verduras y carne a la brasa. Mientras se preparan las ascuas, caen unas cuantas cervezas y un sinfín de anécdotas y reflexiones sobre los caminos que nos ocupan. De postre, fruta. Y a dormir.

El día amanece espléndido. El azul del cielo es total y la hierba del jardín brilla húmeda y sana. El desayuno llega puntual y el despliegue es faraónico: pan con tomate, embutidos caseros, queso, cereales, zumo de naranja, deliciosos croissants… Seguro que disfrutar tanto de una comida se considera pecado, así que omitiremos el resto.

Tras despedirnos de Jordi, dueño y responsable del Empordà Bike Resort, además de ciclista, retomamos la ruta donde la dejamos ayer. Hoy vamos solos. Anoche, antes de irse, Juanjo nos advirtió: “La segunda etapa es más endurera”.

De momento, el tramo de pista y sendero común nos devuelven al paraíso perdido del corazón de Les Gavarres. En el trayecto de vuelta descubrimos algunos rincones que ayer, con la velocidad propia del descenso, pasaron desapercibidos: remansos de agua de los encañonados arroyos, árboles retorcidos que crecen entre las rocas...

El sendero sube sin demasiada pendiente, excepto en algunos breves tramos, pero el reto de subir sin echar pie a tierra nos mantiene alerta y emocionados. Sólo en un par de angostas y profundas rieras optamos por bajarnos de la bici y cruzar con cuidado para evitar el remojón.

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Tras recuperar el trecho del desvío a La Bisbal, volvemos al cruce de pistas cercano al madroño de Can Genoer. A partir de aquí, pedaleamos un tramo de 2 km de pista ancha –de los pocos que hay durante la ruta– en suave ascenso. Más vale tomarlo con calma porque cuando dejamos la pista el camino se endereza rabiosamente y sube por la directísima hacia el Puig de la Gavarra, el punto más elevado de la comarca, de 535 metros. En lo alto nos espera un imponente vértice geodésico, aunque más impone la bola del radar meteorológico que hay en el monte gemelo, el Puig d’Arques, en el que también hay un mirador elevado y un dolmen datado en 5.000 años de antigüedad.

Un radar del siglo XXI, un dolmen del milenio III AC y un recuerdo de hace veinte años. Cuando empecé a ir en mountain bike, la mañana del día de Navidad subía hasta aquí en previsión de la comilona que me esperaba en casa. Entonces no había horquillas de suspensión, ni tubeless. Nos abrigábamos con una prenda multiusos llamada canguro –curiosa palabra– y un pantalón de chandal viejo encima del culotte de verano.

Eran otros tiempos, sin duda. Pero aquí estamos, hoy, sentados a la solana, mascando un buen bocata de queso, observando el mismo paisaje que vieron los que levantaron este dolmen. Impenetrables bosques nos rodean y llegan hasta el mar azul, del que emergen las islas Medas, frente al macizo de Montgrí.

A partir de aquí, empieza verdaderamente la función de hoy. Tras un primer acto de bajada por camino, enlazamos un tramo de sendero que ataja entre la densa vegetación. Enseguida aparecemos en una pista que baja veloz, perdiendo altura hasta un desvío en el que hay que estar atento, pues el sendero que debemos tomar es poco visible.

En el segundo acto empieza la diversión con mayúsculas, pues enlazamos una subida con otra bajada de forma constante, rodeando la montaña, a lo largo de casi 4 km de sendas trialeras completamente ciclables, siempre embutidos en un túnel vegetal de paredes espesas que prácticamente convierten el día en noche y el calor canicular en una refrescante cavidad. De esta manera llegamos a las ruinas de Sant Cebrià dels Alls –yo siempre había ido por la pista– con una sonrisa de oreja a oreja.

El tercer acto aún es mejor, pues pocos metros más allá el GPS vuelve a desviarnos sacándonos de la pista que va al Coll de la Ganga, condenándonos a un descenso por senda trialera de otros 4 km.

Como todo lo bueno, el superdescenso también termina y ahora toca remontar algunos centenares de metros. Aún no lo sabemos, pero nos espera uno de los tramos más duros de subida de toda la ruta, no sólo por el desnivel, sino también por el firme del camino, que da pocas oportunidades.

Jadeantes y sedientos llegamos a la ermita de Santa Llúcia d’Arboç, de 1717. Bajamos a pie hasta la fuente natural que hay a pocos metros y llenamos los bidones con un agua que sabe a gloria pero que, de no estar acostumbrado, puede crear un pequeño infierno dentro de tu ser.

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Como huyendo del lugar, enfilamos el camino hacia Fitor, pero el GPS nos desvía por una senda distinta a la que indican las señales de madera del consejo comarcal de turismo. La fuerza de la gravedad nos dirige hacia un valle cerrado por una senda estrecha y maltrecha, ideal para disfrutar del mountain bike en bajada. El cerebro, sin embargo, teme un castigo por tanto placer en forma de ascensión inhumana e inminente. Al desembocar en Can Calç de Fitor –donde hay un viejo pozo de hielo–, recuperamos un antiguo camino que asciende con tranquilidad hasta la legendaria ermita románica de Santa Coloma de Fitor, del siglo XII.

Poco después de obviar la pista nos colamos en el tramo más endurero de la jornada, otros 4 km más de senda trialera que desemboca en la Riera de Mas, donde el sendero se interna en un profundo bosque y sigue el curso del arroyo hasta la fuente del Rey. Aquí, finalmente el camino se ensancha y surge, de repente, junto a la civilización, que a estas alturas ya nos resulta ajena.

Pasamos bajo la carretera y seguimos pedaleando sin esfuerzo por terreno favorable. La ruta pisa unos metros la Vía Verde del Tren Petit, ferrocarril de talla diminuta que antaño unió Palamós con Palafrugell, pero enseguida la abandona para ganar altura y situarnos en lo alto del penúltimo tobogán del día, una senda mediterránea que serpentea rauda, limpia y dinámica entre pinos gruesos. La comunión con la bici y el entorno es total.

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