Trans Alpes III. Decorados míticos

Los Dolomitas son montañas únicas. Pese a su apariencia hercúlea y eterna, son, en realidad, frágiles y quebradizas. Sus escabrosas crestas grisáceas componen el escenario más espectacular que podíamos imaginar para el último episodio de nuestra travesía transalpina. Dos meses de vida nómada tocan a su fin.

Trans Alpes III. Decorados míticos

Los Dolomitas son montañas únicas. Pese a su apariencia hercúlea y eterna, son, en realidad, frágiles y quebradizas. Sus escabrosas crestas grisáceas componen el escenario más espectacular que podíamos imaginar para el último episodio de nuestra travesía transalpina. Dos meses de vida nómada con la Trans Alpes tocan a su fin.

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El poder de atracción dolomítico es superlativo. Sólo hay que ver algunas fotos de estos paisajes para empezar a oír vocecillas dentro de tu cabeza, noche y día, susurrando, seductoras, sibilinas. En otras circunstancias temerías por tu salud mental, pero en este caso no hay nada de qué preocuparse. Al contrario, en eso consiste estar vivo. Sólo debes saber que luchar contra su voluntad es inútil porque, en realidad, ellas son tu voluntad y sólo callarán cuando emprendas el camino hacia el extremo oriental de los Alpes, donde Austria e Italia se confunden, con tal de comprobar si tales paraísos existen o son meros escenarios ficticios, fotomontajes comerciales o, simplemente, alucinaciones.

En nuestro caso, tras cruzar el Graubünden suizo, nos hallamos a sólo 25 km de la frontera con Austria, el camino más directo y fácil hacia Viena, nuestro destino final para este largo viaje transalpino. Sin embargo, las vivificantes vocecillas nos engatusan como a las ratas de Hamelín, guiándonos hacia Merano, en el Tirol del Sur. El rodeo implica varias jornadas de pedaleo extra y una sobredosis casi letal de monótonos pero impecables bici-carriles que, eso sí, nos permiten avanzar a toda velocidad por una región de Italia en la que jamás dirías que estás en el país de la pasta, la cháchara y el café ristretto. Esto parece más bien Austria. De hecho, formó parte del imperio austrohúngaro hasta 1919, cuando acabó la primera guerra mundial. Los Dolomitas ejercieron el papel de frontera natural hasta el fin de la contienda, y a sus más inhóspitas alturas se encaramaron los ejércitos de ambos bandos, construyendo los pocos caminos que hoy perduran en las cotas más elevadas, cargando armas, explosivos, cañones, cavando trincheras, túneles y tumbas, demasiadas tumbas.

Por fin estamos a las puertas de los Dolomitas, en Merano, la ciudad balneario que ostentó la capitalidad oficial del Tirol durante cuatro siglos. Aquí, rodeada de montañas pero acariciada por un suave y bondadoso microclima mediterráneo, se refugió durante largas temporadas la emperatriz Sissi, entre otras figuras de las realezas europeas del siglo XIX; así que la actual condición de destino turístico de esta antigua villa romana no es precisamente nueva.

El primer día rodamos más felices que un perro con dos colas. Hasta Bolzano avanzamos sin esfuerzo por un popular bici-carril que sigue el curso del río Adige, una moderna pista cicloturista que toma el nombre de la calzada romana Claudia Augusta, la más importante vía de comunicación a través de los Alpes en tiempos de Jesucristo. En este tramo, el paisaje resulta anodino, por lo que aún pedaleamos con mayor ligereza. Era algo que ya imaginábamos, así que la autopista, los polígonos industriales y los interminables campos de manzanos no logran menguar nuestro desorbitado grado de optimismo.

Al entrar en Bolzano, las fuerzas oscuras contraatacan con una oleada de semáforos, sirenas, calles sin salida, bocinazos, hordas de turistas despistados... El piloto automático nos conduce hasta el centro de la ciudad, pero en menos de una hora retomamos el bici-carril que parte en dirección a Brunico. Huimos sin saber muy bien por dónde viajaremos los próximos días, ya que, aunque parezca increíble, en la oficina de turismo no han sido capaces de explicarnos hasta dónde llega tal bici-carril y, lo que es peor, no han hecho ningún esfuerzo por descubrirlo. ¡Qué diferencia respecto al valle de Aosta, donde nos facilitaban toda clase de información con profesionalidad y una perenne sonrisa!

La salida de Bolzano resulta tediosa. El bici-carril repta encajonado entre autovías, viaductos y túneles, avanzando estrangulado por el fondo del valle. Tras una hora interminable, comprendemos que debemos abandonarlo en algún punto o corremos el riesgo de transformarnos en robots. Si queremos ir por las montañas, hay que salir del pavimento colorado y empezar a subir hacia el Parco Naturale dello Sciliar, para atravesar un inmenso laberinto montañoso por el Passo Sella, el Passo di Fedaia, la mítica Marmolada y el legendario Passo di Giau.

El problema es que la estrecha carretera que asciende rumbo a los prados altos de Alpe di Siusi no tiene nada de bucólica. Bueno, en realidad es preciosa, pero tiene más tráfico que el paseo de la Castellana en hora punta y, lejos de resultar placentera, la ascensión es incluso angustiosa. Cada vez que nos adelanta un coche a toda velocidad recordamos una de las agudas reflexiones del gurú del montañismo que creció en estos valles, el siempre controvertido y profético Reinhold Messner. El primer hombre que escaló los catorce ochomiles sin ayuda de oxígeno artificial asegura que los Dolomitas son las montañas más bellas de la Tierra, pero apunta que en el último medio siglo algo ha cambiado aquí: “Los turistas acuden a estos parajes en busca de la paz que, paradójicamente, desaparece en el mismo instante en que ellos llegan”.

La gota que colma el vaso

Sólo después de San Valentino logramos desviarnos por un camino que pronto se convierte en senda y se pierde a través del bosque, donde plantamos la tienda y pasamos una tranquila noche. A la mañana siguiente, reanudamos la ascensión hasta Bellavista, donde preguntamos por una fuente, pero no hay. Bares, restaurantes, cafeterías, hoteles con piscina, tiendas de material deportivo, souvenirs, una estación de esquí, cañones de nieve artificial y carros tirados por caballos con cocheros disfrazados de tiroleses, sí. Fuentes, ni una.

En los alrededores hay multitud de rutas señalizadas para esquiar, andar con raquetas de nieve, pedalear, caminar con bastones –o nordic walking, si se prefiere–, correr por el monte... Todo está pensado. Excepto que lleguen ciclistas sedientos. Ante tal panorama, ponemos pies en polvorosa en busca de parajes más amigables y solitarios. Por suerte, la carretera acaba convirtiéndose en camino y el trepidante descenso a través del bosque hasta Santa Cristina hace que todo el esfuerzo haya merecido la pena.

El primer contacto con los Dolomitas no ha sido como esperábamos: lo habíamos idealizado tanto que habíamos olvidado que no somos los únicos que desean conocer estos hermosos lugares. A partir de ahora procuraremos tomarlo con filosofía. Y bien que haremos, pues la ascensión al Passo Sella (2.244 m) es un desfile constante de coches, motos, autobuses y, por supuesto, algunos ciclistas. La tarde es espléndida y curva a curva nos adentramos en el paisaje dolomítico, con sus enormes y soleadas paredes que se alzan sobre nuestras cabezas.

Desde la cumbre, oteamos el horizonte en busca de próximos objetivos. De entre todos los serruchos que conforman la panorámica, destaca uno por sus refulgentes glaciares. Es la mítica Marmolada. Pero eso será mañana. Primero toca bajar hasta Canazei, improvisando un imponente camino de fuertes desniveles pero 100 % ciclable que nos deja un agradable sabor de boca tras tantas horas sobre el asfalto.

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Al día siguiente reanudamos la marcha con la ascensión al Passo di Fedaia (2.067 m), rodeando el lago del mismo nombre bajo las impresionantes y desfiguradas paredes de la Marmolada. Con el cielo encapotado y un gélido viento azotándonos la cara, iniciamos el anhelado descenso. Sin embargo, la alegría se trunca al topar con una señal que prohíbe el paso de bicicletas por la antigua carretera del desfiladero, obligándonos a ir por la general a través de un túnel de varios kilómetros. El viejo camino es ahora de uso exclusivo de un tren turístico, es decir, un tractor disfrazado de locomotora tirando de un remolque con un centenar de asientos. Hay que...

Tras curar el cabreo con unas exquisitas pizzas en Caprile, enfilamos un nuevo puerto con el deseo de llegar a Cortina d’Ampezzo antes de que estallen las anunciadas lluvias. De por medio nos espera el Passo di Giau (2.236 m), que implica otros 1.200 metros de desnivel positivo, con lo que el parcial de hoy rondará los 2.000 metros de ascensión. Las piernas pueden, pero ¿y la cabeza?

Todo es cuestión de empezar. A 6 ó 7 km/h, el paisaje muda muy lentamente. Cuanto más arriba, más nubes hay, pero también más intimidad. Sobre todo cuando nos alcanza la lluvia, empapándonos en una ducha de sudor y endorfinas. Por fin sentimos el poder natural de los Dolomitas. Entre nubes, ateridos de frío, nos abrigamos con toda la ropa que tenemos y encauzamos con prudencia el eterno descenso hacia Cortina d’Ampezzo.

Durante tres días y tres noches permanecemos acuartelados en una balsa de rescate a la que llamamos cariñosamente tienda de camping. Tras el forzado descanso, levamos anclas para pedalear monte arriba por otra estrecha e idílica carretera que sube al Passo Tre Croci (1.909 m) y continúa hacia Misurina, que nos aguarda con su lago, sus inmensos aparcamientos –ahora vacíos, pues ha terminado la temporada de verano– y un rudimentario camping. A mediodía, el cielo vuelve a cubrirse, así que decidimos acortar la etapa y esperar un nuevo amanecer más luminoso. Por nada del mundo queremos perdernos las Tres Cimas de Lavaredo.

A la mañana siguiente el tiempo empeora aún más. Con el gozo en el fondo del pozo, empezamos a impacientarnos. Impotentes, observamos la lluvia caer mientras las nubes levitan entre los oscuros muros de roca que nos rodean por todas partes. “Puede que abra”, desea Amelia. El sol nos sorprende horas más tarde, en pleno esfuerzo, en la carretera de acceso al refugio Auronzo. Por fin estamos a pie de pared de las murallas naturales más emblemáticas de los Dolomitas, las Tres Cimas de Lavaredo, y por fin el sol ilumina un horizonte rebosante de montañas. A la mañana siguiente, todo sale como habíamos soñado. Pedaleamos con calma, primero por la pista que bordea las Tres Cimas por el sur, ganando altura a partir del refugio Lavaredo, donde un camino ciclable pero empinado nos lleva hasta el amplio Col di Mezzo (2.315 m). Desde lo alto se adivina un camino de bajada que desemboca en otro collado, el del refugio Drei Zinnen (antes llamado Locatelli), que goza de un mirador, si cabe, aún más impresionante.

A mediodía, el sol ya no brilla, pero nuestros ojos sí, y las nubes han envuelto las Tres Cimas, que ahora asemejan el decorado de una película rodada en un planeta lejano. Tras varias horas admirándolas, fotografiándolas y grabándolas desde todos los ángulos posibles, nos despedimos de ellas para encarar el descenso hacia Sesto. Para ello elegimos un camino que pronto se convierte en senda que nos depara una merecida y técnica bajada. Acorralados por paredes inabarcables, disfrutamos de la que puede que sea la última larga trialera del viaje, pues a partir de Dobbiaco hemos planeado un final de travesía mucho más tranquilo, aprovechando la profusa red de rutas cicloturistas de Austria. Pero eso será mañana. Ahora toca asirse al manillar, echar el cuerpo hacia atrás y lanzar la bici por la línea correcta esquivando troncos, raíces, ejércitos de piedras... Es el día más intenso del viaje. Hemos cruzado el macizo de las Tres Cimas de sur a norte. Ya podemos dormir tranquilos.

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Con una resaca de lo más saludable, al día siguiente tomamos el Drauradweg –radweg significa ‘bici-carril’ y es una palabra imprescidible para viajar en bici por Austria–, abandonando Italia sin darnos cuenta. La ruta continúa hacia Eslovenia, pero nosotros nos desviamos hacia el norte a partir de Spittal para acampar en uno de los muchos campings que hay a orillas del lago Seeboden.

Enlazando un radweg con otro, pedaleamos por distintos valles, superando casi todos los días la barrera de los 100 km. De vez en cuando cruzamos una carretera y vemos carteles azules con cuatro letras mágicas: W-I-E-N. ¡Bien! ¡Hurra! Estamos muy cerca, pero nosotros medimos la distancia a meta no en horas, ni en kilómetros, sino en días. A la increíble velocidad de crucero de 20 km/h –una auténtica locura para nuestros sentidos–, cruzamos Austria en apenas una semana, en la que viajamos con la constante sensación de haber dejado atrás el lado más salvaje y fotogénico de los Alpes. Un día, pedaleando distraídos, de pronto descubrimos que el horizonte está completamente vacío. “Mira, el cielo llega hasta el suelo”, observo. Ya no hay más montañas. “Hemos llegado”.

Estamos a orillas del Danubio, a sólo tres horas de Viena. Tras 2.800 km de viaje, entramos silbando en la ciudad de la ópera, los palacios, los parques inmensos, la sacher torte... Es hora de aparcar la bici, visitar museos, pasear sin rumbo fijo, enviar postales y aprovechar estos días de relax para poner las ideas, los recuerdos y los sueños realizados en orden. Es hora, también, de pensar en la siguiente escapada. Y todo ello lo hacemos en compañía de unos anfitriones de lujo, nuestros amigos Gor, Sara, Pau y Jana, con quienes esperamos volver a pedalear muy pronto. Gracias. Mil gracias.

  • Itinerario: Merano - Bolzano - Cortina d’Ampezzo - Misurina - San Cándido - Spittal - Murau - Kapfenberg - Mariazell - St. Pölten - Viena.
  • RECORRIDO: 887 km / 10.905 m+.
  • BICIS: Trek X-Caliber 2011 (Amelia) y Trek X-Caliber 2012 (Sergio).
  • EQUIPAJE: Alforjas Carradice SuperC y portaequipajes Cold Springs y Pioneer de Old Man Mountain.
  • GPS: TwoNav Sportiva y TwoNav Sportiva+.
  • Datos totales del viaje: Entre Portbou y Viena hicimos 2.594 km en bici, más 180 km a pie en el Tour del Mont Blanc, acumulando un total de 51.095 m+ en 52 etapas.

Alimentación: Al entrar en Austria, la pizza queda definitivamente atrás, aunque no los helados. Nuestra dieta se amplía con novedades como el schnitzel vienés, que no deja de ser el típico filete empanado de toda la vida, pero que a nosotros nos sabe a gloria después de varias semanas engullendo pan con salami a todas horas. Las salchichas son otra exquisitez energética que nos da alas, como mínimo psicológicamente, en las últimas etapas.

Agua: No había tantas fuentes como en Suiza, pero no tuvimos ningún problema para llenar los bidones.

Alojamiento: Fieles a nuestra política de recortes presupuestarios, dormimos siempre en campings o vivaqueando en lugares tranquilos, excepto en dos ocasiones: el refugio Auronzo, a los pies de las Tres Cimas de Lavaredo, y en Mariazell, donde conseguimos una habitación en un B&B pirata por 15 euros por cabeza, menos de lo que nos hacían pagar en algunos campings por plantar la tienda y dormir en el suelo.

Mejor época: El verano es la mejor época para disfrutar del cicloturismo y el mountain bike tanto en los Dolomitas como en las ciclovías austríacas.

Tipos de caminos: El terreno dolomítico es agreste y abrupto. Existen numerosas rutas para hacer en mountain bike, aunque muchas de ellas implican atroces desniveles e incluso ratos de porteo, por lo que se propone el uso de telecabinas para facilitar el acceso a las cotas altas.

Bici-carriles: para viajar con más calma (a veces, demasiada), existe una completa red de rutas cicloturistas segregadas de las carreteras que unen las ciudades de Merano, Bolzano, Dobbiaco, Cortina d’Ampezzo, etc. Tienen pocos desniveles, pues aprovechan el trazado de vías férreas abandonadas y van por el fondo del valle. En Austria también hay una completa red de radweg .

Orientación: En general, los caminos y sendas de los Alpes están perfectamente señalizados. A veces, incluso demasiado. Pese a ello conviene llevar buenos mapas para interpretar correctamente todas esas señales, pues a menudo se proponen diversas opciones para llegar a un mismo lugar. A veces hay rutas para ir en bici híbrida y alternativas para bici de montaña. El símbolo de mountain bike puede incluir la figura de un ciclista con una bici al hombro (ver foto en la primera página del reportaje).

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