El idílico atardecer ha dado paso a una tormenta espeluznante. Estamos acampados a los pies de una montaña llamada Laufafell, junto a un lago que hasta hace un rato parecía un espejo, pero en el que ahora se levantan olas de un metro. A 15 km de aquí se alza el volcán Hekla, considerado el más activo de Islandia. Estamos, literalmente, en mitad de la nada, y a la primera embestida severa del vendaval, las piquetas de la tienda han salido volando. Vapuleados por el imponderable poderío de la naturaleza islandesa, nos sentimos tan vulnerables como dos renacuajos en una coctelera. En un acto reflejo de improvisación desesperada, amarramos los vientos de nuestra casita de tela a las Surly Ogre, que van lastradas con comida para tres días, y nos acurrucamos en silencio, entre sacudidas invisibles que amenazan con derruir, de un único soplido, nuestro minimalista pero imprescindible refugio.
Un mundo distinto
La aventura empezaba pocos días antes, al aterrizar en Keflavík, el aeropuerto internacional del país. Tras desembalar y ajustar las bicis, ponemos directamente rumbo al sur. El objetivo para las próximas semanas es viajar por Islandia evitando, siempre que sea posible, la carretera principal que da la vuelta a la isla, la mítica Ring Road, una ruta clásica del cicloturismo de alforjas por la que cada año, cuando llega el buen tiempo –si así se le puede llamar– circulan cientos de cicloviajeros procedentes de medio mundo.
Caminamos por un mundo que parece importado de otro planeta, lleno de calderas de barro burbujeante…
La carretera número 1 posee un poder de atracción sorprendente. Es una estrecha lengua de asfalto –sin arcenes, por supuesto– que recorre casi todo el país atravesando interminables páramos volcánicos, entre glaciares y mares de lava, ofreciendo un mirador cómodo y a la vez realmente espectacular para quien desea disfrutar de paisajes impresionantes, como grandiosas cataratas, lagos llenos de icebergs o kilométricas lenguas de hielo. El imprevisible viento reinante, la caprichosa lluvia y las bajas temperaturas no suponen, al menos aparentemente, pega alguna. Al contrario. Parecen sumar valor a la travesía, convirtiéndose en estímulos extra.
Sin embargo, el denso tráfico motorizado en el suroeste del país –especialmente cerca de la capital, donde pueden alcanzarse los 10.000 vehículos por día en dicha vía– le resta encanto a la ruta e invita a buscar alternativas para gozar de una experiencia cicloturista menos estresante y más natural.
Por ello, desde Keflavík pedaleamos primero por carreteras secundarias hasta Grindavík, y a partir de aquí empezamos a costear por una vieja pista de tierra y piedras recientemente pavimentada que nos conduce hasta Krysuvík, donde topamos con la zona geotérmica de Seltún, una de las más inestables del país.
Tras aparcar las bicis, caminamos por un mundo que parece importado de otro planeta, lleno de calderas de barro burbujeante, respiraderos de vapor y solfataras que brillan frente a colinas de tierra veteada que asemejan un arcoíris. Aquí, bajo la fina corteza terrestre, la temperatura alcanza los 200°C, con lo que el sistema de calefacción por suelo radiante está garantizado. El precio a pagar, eso sí, es un hedor a huevos podridos impresionante.
Nuestra ruta continúa hacia el este, por pistas que comunican zonas agrícolas e inmensas fincas en las que pastan manadas de hermosos caballos autóctonos. Los desniveles son realmente inapreciables y el viento nos favorece de sol a sol, por lo que llegamos en apenas tres días a la estratégica población de Hella. Aquí empieza, para nosotros, la verdadera aventura.